martes, 5 de marzo de 2013

4. Ganas de huir.

No paraba de repetirse que se lo había prometido. No podía permitirse traicionarla de nuevo. No podía tropezar o ya ni siquiera quien le había dado la vida estaría dispuesta a levantarla. Y sola...


En aquella mesa se disponía la mayor parte de su familia materna con la que tampoco se llevaba muy bien. Los comensales, ordenados más o menos por edad, dejaban a la joven en uno de los dos lados cortos de la mesa.

Por suerte. Al lado de los más pequeños se sentía segura, a salvo. Envidiaba su inocencia, la pureza de su piel. El tacto suave de sus juegos, la sinceridad de sus sonrisas. Los pequeños eran: vida, aun sin haberla saboreado todavía. Sus extremidades, constituidas de roble, sólo temblaban si era Cenicienta quien lloraba tras la pantalla o Rayo el que no se sabía capaz de vencer. Nada sabían de estigmas y derrotas. Pero, y lo más importante, nada querían saber.
Les damos dibujos en blanco y negro para que aprendan a colorear el mundo. Ni siquiera se imaginan cómo un boli puede tornar en tu contra. Les enseñamos a sumar, sin deternernos a explicar que 1+1 no siempre son 2. No les gusta restar. Lástima que sea lo único vayan a hacer cuando se multipliquen los años.
En la boca de Sophie se mezclaban la felicidad que aquellos críos irradiaban y las ganas de gritarles que crecer era un error con el casero sabor de la comida que, cariñosa, su abuela había trabajado para todos durante horas.


-Bueno, Sophie, ¿y qué es de aquel chaval con el que salías? Parecía un buen chico y me gustaban sus pecas y eso.


De repente el tenedor cayó al suelo.

"Pecas".

El tiempo se detuvo, al igual que los latidos de Sophie. Su tez palideció y se creyó desfallecer.

Marc no tenía pecas.


-


Salió a la calle para despejarse. Se había prometido no pensarlo demasiado, pero el vacío de sí mismo le volvía a llamar como hace apenas tres años.
Ignorando su propia promesa comenzó a vagar por las calles, sin rumbo, cegado por los recuerdos.
Su pecosa nariz se arrugaba de vez en cuando con el esfuerzo de recordar todo lo posible sobre "ella", pero a los pocos segundos se odiaba por martirizarse de esa forma.
Claro que la echaba de menos. Y qué guapa estaba.

En realidad, el joven se había mudado hacía un año a otra ciudad no muy lejana de Bourdon y podía haberse acercado algún día a su lugar natal, pero necesitaba tiempo.

Se interrogó. Esa misma mañana acababa de demostrar cuán sencillo resulta tirar el tiempo, como un enfermo que vuelve a moquear tras desintoxicarse.

Pero Bourdon no era muy grande. Bourdon no era más que una celda de la inmensa cárcel en la que unos cuantos estaban convirtiendo el mundo. Tendría que acostumbrarse a verla. A verles.


Sin darse cuenta, sus pies le habían conducido al centro del pueblecito, donde, en realidad, había pensado verse más tarde con ciertos viejos amigos. El "viejos", rebotó en su cabeza. Ojalá no estuviese ella.

¿Cuánto tiempo necesita uno para desconocerse?


-



“Souvent,
pour s’amuser, les hommes d’équipage


Prennent des
albatros, vastes oiseaux des mers


Qui suivent,
indolents compagnons de voyage,


Le navire
glissant sur les gouffres amers.”



“Sur les gouffres amers...”.

Baudelaire hacía eco en su cráneo como un carnívoro cuchillo de ala dulce y homicida lo hizo en su día en la cabeza de Miguel.

Entonces se decidió. 
Es imposible describir el momento exacto. Quizá fue cuando aquel bebé inció su llanto, quizá al mirar alrededor y no ser capaz de reconocer ninguno de los rostros que la habían visto crecer. Quizá fue el mordisco de una de las mariposas de su estómago o la implosión del nudo de su garganta. O, quizá, fue simplemente el reconfortante miedo que la invadió al despedirse. Al alejarse. Al irse.
Sí.
Se iría.
Si en ella quedaba fe, ya sólo podía ser en la distancia; el tiempo aún lo estaba sangrando.