No paraba de repetirse que se lo había prometido. No podía permitirse
traicionarla de nuevo. No podía tropezar o ya ni siquiera quien le había dado
la vida estaría dispuesta a levantarla. Y sola...
En aquella mesa se disponía la mayor parte de su familia materna con la
que tampoco se llevaba muy bien. Los comensales, ordenados más o menos por
edad, dejaban a la joven en uno de los dos lados cortos de la mesa.
Por suerte. Al lado
de los más pequeños se sentía segura, a salvo. Envidiaba su inocencia, la
pureza de su piel. El tacto suave de sus juegos, la sinceridad de sus sonrisas.
Los pequeños eran: vida, aun sin haberla saboreado todavía. Sus extremidades,
constituidas de roble, sólo temblaban si era Cenicienta quien lloraba tras la
pantalla o Rayo el que no se sabía capaz de vencer. Nada sabían de estigmas y
derrotas. Pero, y lo más importante, nada querían saber.
Les damos dibujos en blanco y negro para que aprendan a colorear el
mundo. Ni siquiera se imaginan cómo un boli puede tornar en tu contra. Les
enseñamos a sumar, sin deternernos a explicar que 1+1 no siempre son 2. No les
gusta restar. Lástima que sea lo único vayan a hacer cuando se multipliquen los
años.
En la boca de Sophie
se mezclaban la felicidad que aquellos críos irradiaban y las ganas de
gritarles que crecer era un error con el casero sabor de la comida que,
cariñosa, su abuela había trabajado para todos durante horas.
-Bueno, Sophie, ¿y qué es de aquel chaval con el que salías? Parecía un
buen chico y me gustaban sus pecas y eso.
De repente el tenedor cayó al suelo.
"Pecas".
El tiempo se detuvo, al igual que los latidos de Sophie. Su tez
palideció y se creyó desfallecer.
Marc no tenía pecas.
-
Salió a la calle para despejarse. Se había prometido no pensarlo
demasiado, pero el vacío de sí mismo le volvía a llamar como hace apenas tres
años.
Ignorando su propia promesa comenzó a vagar por las calles, sin rumbo,
cegado por los recuerdos.
Su pecosa nariz se arrugaba de vez en cuando con el esfuerzo de recordar
todo lo posible sobre "ella", pero a los pocos segundos se odiaba por
martirizarse de esa forma.
Claro que la echaba de menos. Y qué guapa estaba.
En realidad, el joven se había mudado hacía un año a otra ciudad no muy
lejana de Bourdon y podía haberse acercado algún día a su lugar natal, pero
necesitaba tiempo.
Se interrogó. Esa misma mañana acababa de demostrar cuán sencillo
resulta tirar el tiempo, como un enfermo que vuelve a moquear tras
desintoxicarse.
Pero Bourdon no era muy grande. Bourdon no era más que una celda de la
inmensa cárcel en la que unos cuantos estaban convirtiendo el mundo. Tendría
que acostumbrarse a verla. A verles.
Sin darse cuenta, sus pies le habían conducido al centro del pueblecito,
donde, en realidad, había pensado verse más tarde con ciertos viejos amigos. El
"viejos", rebotó en su cabeza. Ojalá no estuviese ella.
¿Cuánto tiempo necesita uno para desconocerse?
-
“Souvent,
pour s’amuser, les hommes d’équipage
Prennent des
albatros, vastes oiseaux des mers
Qui suivent,
indolents compagnons de voyage,
Le navire
glissant sur les gouffres amers.”
“Sur les gouffres
amers...”.
Baudelaire hacía eco en su cráneo como un carnívoro cuchillo de ala
dulce y homicida lo hizo en su día en la cabeza de Miguel.
Entonces se
decidió.
Es imposible describir el momento exacto. Quizá fue cuando aquel bebé inció
su llanto, quizá al mirar alrededor y no ser capaz de reconocer ninguno de los
rostros que la habían visto crecer. Quizá fue el mordisco de una de las
mariposas de su estómago o la implosión del nudo de su garganta. O, quizá, fue simplemente
el reconfortante miedo que la invadió al despedirse. Al alejarse. Al irse.
Sí.
Se iría.
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