sábado, 25 de mayo de 2013

6. Bourdon también tiene su magia.


Cómo iba Goethe a saberlo, aunque no es de extrañar que Hemingway fuese a buscarla a Montparnasse, donde yacen los cuerpos de Baudelaire y Sartre, quienes quizá no fracasaron en esa misma empresa; y más teniendo en cuenta que otros románticos bohemios como Picasso ya la habían buscado en Montmartre, creyendo encontrarla tal vez en alguna bonita bailarina de cabaret. Lo que es evidente es que París es la ciudad de los que quieren tentar a la vida besando a Mefisto, de los que no tienen miedo del futuro porque sus luces nocturnas son suficiente presente. 


París: revolución, pasión, arte y locura. París es de los genios, de los enfermos y de los roces.


Aún así, Sophie no tardó mucho en darse cuenta de que no quería más París.

La Torre Eiffel no tenía nada que envidiarle a su querida torre, ni los Campos Elíseos al parque que la había visto crecer. O sí. Aunque no. 
Es cierto que no añoraba absolutamente nada de su vida anterior, lo cual, en cierto modo, la acojonaba, pero había huido. Se había escapado cobardemente de una necesaria toma de decisiones, de su destino, de ella.

Y Sophie era una chica valiente. Bourdon esperaba ansioso que zanjara algunos asuntos. Y Bourdon tendría que seguir esperando. 


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Él no había sido de los que pensaba que volver estaba sobrevalorado. Volver lo había sobrevalorado él. Volver. Volver. Volver. Se puede volver de y a tantos sitios...


De todas formas, eso ya poco importaba, porque estaba allí. Los efectos de la autoconvicción son comparables en cuanto a duración a los de cualquier alucinógeno. Evidentemente, como éstos, dependen también de la dosis, pero con dos semanas de forzar sonrisas incluso frente al espejo Oliver había tenido
bastante autoconvicción de esa. 

Decidido, se enfundó el abrigo y jugueteó con sus manos entre los mechones de su descuidado pelo. Se podría decir algo así como que hasta tenía ganas de aquella fiesta. Aunque había perdido las ganas de todo.


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Hay quienes consideran el amor como una bendición, una fuerza incorruptible capaz de amansar a las fieras más inestables; otros no tienen una opinión forjada sobre él, probablemente porque sólo les es conocido de oídas y no levante en ellos el más mínimo interés. Estos, seguramente, lo entienden como una soberana gilipollez. Por último encontramos a los descreídos, los escépticos por práctica; para los que este sentimiento no es sino una gran putada. 
También existen varias formas en el comportamiento humano de tratar con quien comparte tus males y, en
contados casos, constituya para ti, en parte, la causa de ellos. Si se asume la fracción de culpa, puede encenderse un sentimiento tal de compasión que provoque una comprensión tal que lleve a congeniar de un modo casi fraternal.
Por otro lado, es posible que se dé, simplemente, la necesidad de partirle la boca al otro de un puñetazo.



Por eso, cuando Marc vio allí a Oliver no supo cómo reaccionar. Sabía de la llegada del chico al pueblo tanto como de la salida de Sophie de él. 
El otro chico parecía, del mismo modo, absolutamente perdido al toparse con él, y quizás eso hizo imposible clasificar su actitud en uno de los dos grupos.


Diez segundo duró su único cruce de miradas en meses, diez segundos en los que parecieron darse el pésame mientras se deseaban la muerte.


Entretanto, en el ambiente se respiraba algo parecido a cuando suena tu canción favorita pero lo que sientes es una náusea porque está de despertador.


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París llovía todas las lágrimas que un hombre no puede llorar delante de la prostituta de la que se enamora.
París ya nada podía ofrecerle a Sophie. 
Así que se sentó en su cuarto, tranquila, preparada para escribir un sinfín de porqués. De porqués sinsentido que ni siquiera tenían respuesta. Pero últimamente ya no escribía...
Ni sabía suficiente ruso como para alcanzar a preguntarle a Rasputin cómo sobrevivió a dos muertes antes de ahogarse.

Aún así, sí había aprendido el francés que necesitaba para tener dieciséis definiciones de “gouffre”. A cada cual más suya.
Comenzó así su carta de regreso, al igual que existen de despedida.

5. París.


Llevaba cinco días sin dormir.
Ojeroso y derrotado, Marc releyó la carta con la sensación de haberlo hecho ya unas tres mil veces. No lo entendía. No paraba de pensar qué había hecho tan mal mientras trataba de recoger con cuidado los trocitos de cristal que quedaban de lo que, algún día, había sido su corazón.
Hizo una pausa en cierto momento, analizando la frase:

"No sé qué me pasa".

Las palabras le abofeteaban.
Al menos ella tampoco era consciente.
Reanudó la lectura hasta tres líneas más abajo, y:

"Me voy".

Algo dentro de él crujió. No por primera vez.

"Por favor, no me busques, volveré con respuestas, creo, no sé cuándo...". Al menos, la despedida acababa con puntos suspensivos.

Las chicas como Soph nunca dan explicaciones.


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Destrozado, Oliver reorganizaba su habitación una y otra vez, tratando de mantener la mente en blanco.
Era el decimotercer día que pasaba por delante de la casa de la chica y se encontraba solamente a la madre de ésta cerrando con llave la casa, como si no quedase nadie dentro. Nadie sabía de ella. Hasta en Marc, Oliver había conseguido observar dos enormes surcos oscuros debajo de los ojos.
Se paró en esa última frase y se acercó a un espejo. Tenía mal aspecto, o al menos él se veía así. Bajo sus claros ojos también había de aquellos surcos oscuros.
Además, más pálido que de costumbre, se vio arañazos por todo el cuerpo de llevar de un lado a otro las cajas de su mudanza.
Aún le quedaban unas cuantas: noches sin dormir. Cajas también.


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Hacía ya mucho tiempo que estaba lejos. Hacía ya, quizá demasiado, que sus conocidos se le antojaban extraños y los temblores habían sustituido cualquier forma de contacto que algún día le hubiese resultado agradable. Hacía demasiado que Soph no estaba allí a pesar de su presencia.
No dejaba de repetirse que era tiempo lo que necesitaba. No dejaba de pretender engañarse. Tiempo, tiempo, tiempo. Cuándo éste nunca soluciona nada.

Tendría que volver, no podía huir para siempre.

Alzó la vista.
Ésta se posó en cierta pareja anciana que se abrazaba en la lejanía. La mujer llevaba algo en la mano que podría ser perfectamente una foto.
Soph quiso imaginar que era una imagen de ellos hace unos treinta años, en la misma posición de ahora: abrazados, puede que en su luna de miel y, posiblemente tomada en el mismo lugar en el que se encontraban ahora. Frente a Notre Dame.
Sonrió. La mitad de su media sonrisa de luna era Marc. La otra, Oliver.
Sacudió la cabeza. Tenía que decidirse.