miércoles, 25 de septiembre de 2013

8. El desastre de volver.

Parecía que habían pasado años desde aquella estúpida discusión por llegar tarde. 
Quizá no había sido tan estúpida. Tan solo era una mala racha. O de eso se había tratado de convencer. Pobre Marc. 

Hacía cincuenta y seis días, ocho horas y diecisiete minutos que no le veía. 
Un rostro conocido moviéndose inquietamente por la sala parecía totalmente absorto en sí mientras releía una hoja que ella conocía muy bien. Escrita de su mismo puño y letra.
-
Este era el lugar.
Se remangó la muñeca para dejar a la vista un flamante reloj dorado que alguien a quien apreciaba demasiado le regaló y guardó la última carta de la joven en su cartera, junto a todas las demás.
Y esta era la hora. 
Llevaba vagando por el aeropuerto dos horas, tres ataques de ansiedad y veintisiete minutos, exactamente. Le dolía el pecho. Era algo físico, podía palparlo.
Alzó la vista hacia el pasillo de salida del avión de Sophie.
Allí estaba. Mirándole tan fijamente que podría helarle sin tan siquiera un gesto. Leyó mil cartas en sus ojos. Todo daba demasiadas vueltas.

Sólo pudo escuchar el barullo de gente que le había rodeado mientras sentía su cuerpo contra el suelo. Unos ojos conocidos. Sophie sabía llorar.

Una de sus lágrimas cayó en el pómulo del joven, haciéndola suya. A pesar de su poca consciencia, podía sentir la calidez de un abrazo que acababa de resucitar de entre las cenizas de un pasado demasiado presente.

De repente mil y un recuerdos.
"Bienvenidas de nuevo, ansiedad y Sophie".

Le dolía mucho la cabeza.

-

A Sophie también le dolía mucho la cabeza.

Se apoyó en su pecho de latidos lentos.
Podía palpar los segundos.

Ambos estaban demacrados pero en un tácito acuerdo supieron que asimismo, ambos desearían parar así el tiempo, en medio de un aeropuerto, donde decenas y decenas de caras anónimas se iban reuniendo, curiosas, a su alrededor y, de todas formas: no molestaban. 
En un lugar de huidas y regresos, de despedidas y comienzos. 
Justo allí, pero en cualquier parte. 

Y aunque cupiesen tantas emociones, Bourdon no era demasiado grande.

Cuánta humanidad, por fin, en una escena.

(Alguien, mientras, al fondo de la sala, tatareaba en bajo una antigua canción "...we always come back..." mientras, sonriente, observaba la imagen dejando que sus ojos claros se tornasen rojos y que indefinidas lágrimas rozasen sus pecosas mejillas de tez pálida.)


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