Oliver no reconocía ningún pensamiento en su cabeza.
Cogió un boli y escribió:
No lo llames recaída si no tiemblas. O si lo haces quizá sea que nunca has dejado de caer.
Fue que creímos tocar fondo sin haber visto la ciudad desde arriba. Fue que no sentiste a mis lágrimas precipitarse y jamás llegaron.
Se irguió un momento. Tachó todo lo escrito. Empezó de nuevo:
Primero, la distancia; más tarde, París. Eres frío, tanto que me derretiste al segundo contacto: de nuestras miradas.
La piel y los excesos apenas quisieron jugar en nuestra liga. Apenas entraste en el juego.
Dios sigue mirándome impasible mientras disimulo. Como si no te doliese la cabeza, como si supieses que aún escribo. Te habrías acostumbrado a noches buenas, aunque aburridas para ti; a rutinas sanas, aunque agobiantes para ti; a vidas estables en este cráter tan profundo.
Tengo tanto que decirme que yo qué sé. Tal vez algún día le perdone, me perdone, te perdones. O tal vez sea simplemente la falta de cerveza, de coherencia y d
Arrugó el folio y lo tiró a su lado.
Se levantó en seguida y salió tranquilo de su cuarto. Sin dirección.
No tardó en volver.
Recogió en papel del suelo y encontró un hueco entre tachones y letras deshechas:
Me quieres, pero no sabes.
Te quiero, pero no quiero.
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