viernes, 24 de enero de 2014

10. Náuseas.

(Alguien, mientras, al fondo de la sala, tatareaba en bajo una antigua canción "...we always come back..." mientras, sonriente, observaba la imagen dejando que sus ojos claros se tornasen rojos y que indefinidas lágrimas rozasen sus pecosas mejillas de tez pálida.)


*

Las náuseas y los arañazos no tardaron en llegar. Desde que vomitó en el baño del aeropuerto, la constancia le ardía en la cabeza. Algo le dijo aquel día que no debía ir, y por eso no se hizo ningún caso.

Sandra le recomendaba siempre que llamase para desahogarse. Pero él sabía perfectamente que el nudo de doble lazada se lo sabía hacer él solo. Sandra siempre se creía que sabía qué le convenía. Decía que ya había tenido muchos pacientes cómo él y que era algo temporal, que ya maduraría y se le pasaría.

Marcó un número mientras se colocaba el móvil en la oreja izquierda y lo sujetaba con el hombro. Puso los pies encima de la mesa y comenzó a atarse los cordones. 
A las cinco y cuarenta y siete, subió al autobús.

-

La ira encendía su mirada y hería la palma de su mano con la fuerza de las propias uñas en su puño cerrado y dispuesto. Había visto injusticia, pobreza. Había visto miseria en la calle, pero nunca tanta como en los que vestían de traje y podían mirarla por encima del hombro. Alguien, una mayoría silenciosa, una mayoría conformista y resignada, les había dado ese poder y ellos [idiotas para Sandra] ahora se obcecan en que la dictadura encubierta de siempre sea cada vez más visible.
Bourdon jamás se desligó del absoluto poder de tranquilizarla en un mero paseo por sus aceras, pero solo pensar en la incompetencia que albergaba su alcaldía, una mano capaz de hundir el pequeño pueblo con solo mover un dedo, le hervía la sangre. Y más al pensar que dicha mano era ilegítima (como todo, bien pensado).

Una sensación extraña de impotencia solía apoderarse de ella tras leer alguna de las noticias diarias. Se sentía engañada, humillada, convertida en una marioneta inservible de un sistema que ella no había elegido. Un sistema que nadie había elegido pero nadie parecía dispuesto a cambiar.


Pensó en darse cabezazos contra la pared en lo que sonó el tono redentor de su móvil. 
Se alegró al ver de quién procedía la llamada. No era sino un paciente más, pero sin duda era un chaval especial. 
Contestó. 

domingo, 10 de noviembre de 2013

9. Días en los que no sabes respirar.

Oliver no reconocía ningún pensamiento en su cabeza.

Cogió un boli y escribió:
No lo llames recaída si no tiemblas. O si lo haces quizá sea que nunca has dejado de caer. 
Fue que creímos tocar fondo sin haber visto la ciudad desde arriba. Fue que no sentiste a mis lágrimas precipitarse y jamás llegaron. 

Se irguió un momento. Tachó todo lo escrito. Empezó de nuevo:
Primero, la distancia; más tarde, París. Eres frío, tanto que me derretiste al segundo contacto: de nuestras miradas. 
La piel y los excesos apenas quisieron jugar en nuestra liga. Apenas entraste en el juego.
Dios sigue mirándome impasible mientras disimulo. Como si no te doliese la cabeza, como si supieses que aún escribo.  Te habrías acostumbrado a noches buenas, aunque aburridas para ti; a rutinas sanas, aunque agobiantes para ti; a vidas estables en este cráter tan profundo. 
Tengo tanto que decirme que yo qué sé. Tal vez algún día le perdone, me perdone, te perdones. O tal vez sea simplemente la falta de cerveza, de coherencia y d

Arrugó el folio y lo tiró a su lado.
Se levantó en seguida y salió tranquilo de su cuarto. Sin dirección.
No tardó en volver.
Recogió en papel del suelo y encontró un hueco entre tachones y letras deshechas:
Me quieres, pero no sabes. 
Te quiero, pero no quiero. 

miércoles, 25 de septiembre de 2013

8. El desastre de volver.

Parecía que habían pasado años desde aquella estúpida discusión por llegar tarde. 
Quizá no había sido tan estúpida. Tan solo era una mala racha. O de eso se había tratado de convencer. Pobre Marc. 

Hacía cincuenta y seis días, ocho horas y diecisiete minutos que no le veía. 
Un rostro conocido moviéndose inquietamente por la sala parecía totalmente absorto en sí mientras releía una hoja que ella conocía muy bien. Escrita de su mismo puño y letra.
-
Este era el lugar.
Se remangó la muñeca para dejar a la vista un flamante reloj dorado que alguien a quien apreciaba demasiado le regaló y guardó la última carta de la joven en su cartera, junto a todas las demás.
Y esta era la hora. 
Llevaba vagando por el aeropuerto dos horas, tres ataques de ansiedad y veintisiete minutos, exactamente. Le dolía el pecho. Era algo físico, podía palparlo.
Alzó la vista hacia el pasillo de salida del avión de Sophie.
Allí estaba. Mirándole tan fijamente que podría helarle sin tan siquiera un gesto. Leyó mil cartas en sus ojos. Todo daba demasiadas vueltas.

Sólo pudo escuchar el barullo de gente que le había rodeado mientras sentía su cuerpo contra el suelo. Unos ojos conocidos. Sophie sabía llorar.

Una de sus lágrimas cayó en el pómulo del joven, haciéndola suya. A pesar de su poca consciencia, podía sentir la calidez de un abrazo que acababa de resucitar de entre las cenizas de un pasado demasiado presente.

De repente mil y un recuerdos.
"Bienvenidas de nuevo, ansiedad y Sophie".

Le dolía mucho la cabeza.

-

A Sophie también le dolía mucho la cabeza.

Se apoyó en su pecho de latidos lentos.
Podía palpar los segundos.

Ambos estaban demacrados pero en un tácito acuerdo supieron que asimismo, ambos desearían parar así el tiempo, en medio de un aeropuerto, donde decenas y decenas de caras anónimas se iban reuniendo, curiosas, a su alrededor y, de todas formas: no molestaban. 
En un lugar de huidas y regresos, de despedidas y comienzos. 
Justo allí, pero en cualquier parte. 

Y aunque cupiesen tantas emociones, Bourdon no era demasiado grande.

Cuánta humanidad, por fin, en una escena.

(Alguien, mientras, al fondo de la sala, tatareaba en bajo una antigua canción "...we always come back..." mientras, sonriente, observaba la imagen dejando que sus ojos claros se tornasen rojos y que indefinidas lágrimas rozasen sus pecosas mejillas de tez pálida.)


domingo, 21 de julio de 2013

7. Autodiálogo.

Es agradable esta sensación al despegar, ¿verdad? Camino a Bourdon.
Sentir que, por breve que sea el instante, tu cuerpo se levanta sólo y eres capaz de erguirte. Que puedes volar.
Aunque tú siempre has podido volar. Sí, realmente has sido capaz. Si no te cohibieses tanto. Vaya, querida, si al menos te deshicieses de tu pánico hacia algo que ni sabes describir...

Eres una chica extraña, ¿sabes? Permite que me explique.

Gira la mirada. Bien, así, hacia el ventanuco. Ahora mírales.
Qué pequeños son, ¿no? Parecen hormiguitas desde aquí arriba. Qué insignificante todo, cuánta debilidad. Sólo luces y sombras, ¿de verdad crees que ahí abajo, entre gestos que se cruzan y se olvidan y fronteras
que se odian, hay "vida"? ¿Eso te convence?

No, claro. Ya sé que no.
Sólo es gente.

¿Y si te miras, te ves?

Los demás tienen miedo de despertarse un día en una cama que no es la suya porque nunca lo han hecho. Todos temen la pérdida de algún ser querido porque no han experimentado lo que es no tenerle. Y sobretodo tiemblan cuando palpan los barrotes entre lo que pertenece a su mente y lo que les queda por explorar. Temen no saber quiénes son.

Y tú, cielo, tú sólo tienes miedo de lo que conoces y sabes peligroso: sólo te temes a ti.

Por absurdo que le parezca a una cabecita como la tuya, esa gente son personas en su entorno. Tienen un
nombre, carencias, aptitudes, gustos y manías. Tienen una vida.

Y tú, amor, no te engañes, pero apenas puedes concebir lo que es eso; mucho menos asimilarlo.
Estás sobrevolando lo incorruptible de la raza humana y te acobardas al sentirte una marioneta más.

Pero, Sophie, tus carencias, tus aptitudes, tus gustos y todas tus manías son exclusivamente tuyas. Tú tomas tus decisiones. Por eso el "tú".

Ahí abajo alguien está llorando mientras otro ríe a pierna suelta, puede.
Ahí abajo alguien acaba de conocer a la persona con la que pretende contraer matrimonio y un divorcio se está produciendo en el lujoso bufete de abogados en cuya puerta duerme aquél sin-techo, es posible.
Ahí abajo alguien nace y alguien muere.

Ahí abajo te están esperando, eso seguro.
¿Qué vida quieres?

sábado, 25 de mayo de 2013

6. Bourdon también tiene su magia.


Cómo iba Goethe a saberlo, aunque no es de extrañar que Hemingway fuese a buscarla a Montparnasse, donde yacen los cuerpos de Baudelaire y Sartre, quienes quizá no fracasaron en esa misma empresa; y más teniendo en cuenta que otros románticos bohemios como Picasso ya la habían buscado en Montmartre, creyendo encontrarla tal vez en alguna bonita bailarina de cabaret. Lo que es evidente es que París es la ciudad de los que quieren tentar a la vida besando a Mefisto, de los que no tienen miedo del futuro porque sus luces nocturnas son suficiente presente. 


París: revolución, pasión, arte y locura. París es de los genios, de los enfermos y de los roces.


Aún así, Sophie no tardó mucho en darse cuenta de que no quería más París.

La Torre Eiffel no tenía nada que envidiarle a su querida torre, ni los Campos Elíseos al parque que la había visto crecer. O sí. Aunque no. 
Es cierto que no añoraba absolutamente nada de su vida anterior, lo cual, en cierto modo, la acojonaba, pero había huido. Se había escapado cobardemente de una necesaria toma de decisiones, de su destino, de ella.

Y Sophie era una chica valiente. Bourdon esperaba ansioso que zanjara algunos asuntos. Y Bourdon tendría que seguir esperando. 


-


Él no había sido de los que pensaba que volver estaba sobrevalorado. Volver lo había sobrevalorado él. Volver. Volver. Volver. Se puede volver de y a tantos sitios...


De todas formas, eso ya poco importaba, porque estaba allí. Los efectos de la autoconvicción son comparables en cuanto a duración a los de cualquier alucinógeno. Evidentemente, como éstos, dependen también de la dosis, pero con dos semanas de forzar sonrisas incluso frente al espejo Oliver había tenido
bastante autoconvicción de esa. 

Decidido, se enfundó el abrigo y jugueteó con sus manos entre los mechones de su descuidado pelo. Se podría decir algo así como que hasta tenía ganas de aquella fiesta. Aunque había perdido las ganas de todo.


-


Hay quienes consideran el amor como una bendición, una fuerza incorruptible capaz de amansar a las fieras más inestables; otros no tienen una opinión forjada sobre él, probablemente porque sólo les es conocido de oídas y no levante en ellos el más mínimo interés. Estos, seguramente, lo entienden como una soberana gilipollez. Por último encontramos a los descreídos, los escépticos por práctica; para los que este sentimiento no es sino una gran putada. 
También existen varias formas en el comportamiento humano de tratar con quien comparte tus males y, en
contados casos, constituya para ti, en parte, la causa de ellos. Si se asume la fracción de culpa, puede encenderse un sentimiento tal de compasión que provoque una comprensión tal que lleve a congeniar de un modo casi fraternal.
Por otro lado, es posible que se dé, simplemente, la necesidad de partirle la boca al otro de un puñetazo.



Por eso, cuando Marc vio allí a Oliver no supo cómo reaccionar. Sabía de la llegada del chico al pueblo tanto como de la salida de Sophie de él. 
El otro chico parecía, del mismo modo, absolutamente perdido al toparse con él, y quizás eso hizo imposible clasificar su actitud en uno de los dos grupos.


Diez segundo duró su único cruce de miradas en meses, diez segundos en los que parecieron darse el pésame mientras se deseaban la muerte.


Entretanto, en el ambiente se respiraba algo parecido a cuando suena tu canción favorita pero lo que sientes es una náusea porque está de despertador.


-


París llovía todas las lágrimas que un hombre no puede llorar delante de la prostituta de la que se enamora.
París ya nada podía ofrecerle a Sophie. 
Así que se sentó en su cuarto, tranquila, preparada para escribir un sinfín de porqués. De porqués sinsentido que ni siquiera tenían respuesta. Pero últimamente ya no escribía...
Ni sabía suficiente ruso como para alcanzar a preguntarle a Rasputin cómo sobrevivió a dos muertes antes de ahogarse.

Aún así, sí había aprendido el francés que necesitaba para tener dieciséis definiciones de “gouffre”. A cada cual más suya.
Comenzó así su carta de regreso, al igual que existen de despedida.

5. París.


Llevaba cinco días sin dormir.
Ojeroso y derrotado, Marc releyó la carta con la sensación de haberlo hecho ya unas tres mil veces. No lo entendía. No paraba de pensar qué había hecho tan mal mientras trataba de recoger con cuidado los trocitos de cristal que quedaban de lo que, algún día, había sido su corazón.
Hizo una pausa en cierto momento, analizando la frase:

"No sé qué me pasa".

Las palabras le abofeteaban.
Al menos ella tampoco era consciente.
Reanudó la lectura hasta tres líneas más abajo, y:

"Me voy".

Algo dentro de él crujió. No por primera vez.

"Por favor, no me busques, volveré con respuestas, creo, no sé cuándo...". Al menos, la despedida acababa con puntos suspensivos.

Las chicas como Soph nunca dan explicaciones.


-


Destrozado, Oliver reorganizaba su habitación una y otra vez, tratando de mantener la mente en blanco.
Era el decimotercer día que pasaba por delante de la casa de la chica y se encontraba solamente a la madre de ésta cerrando con llave la casa, como si no quedase nadie dentro. Nadie sabía de ella. Hasta en Marc, Oliver había conseguido observar dos enormes surcos oscuros debajo de los ojos.
Se paró en esa última frase y se acercó a un espejo. Tenía mal aspecto, o al menos él se veía así. Bajo sus claros ojos también había de aquellos surcos oscuros.
Además, más pálido que de costumbre, se vio arañazos por todo el cuerpo de llevar de un lado a otro las cajas de su mudanza.
Aún le quedaban unas cuantas: noches sin dormir. Cajas también.


-


Hacía ya mucho tiempo que estaba lejos. Hacía ya, quizá demasiado, que sus conocidos se le antojaban extraños y los temblores habían sustituido cualquier forma de contacto que algún día le hubiese resultado agradable. Hacía demasiado que Soph no estaba allí a pesar de su presencia.
No dejaba de repetirse que era tiempo lo que necesitaba. No dejaba de pretender engañarse. Tiempo, tiempo, tiempo. Cuándo éste nunca soluciona nada.

Tendría que volver, no podía huir para siempre.

Alzó la vista.
Ésta se posó en cierta pareja anciana que se abrazaba en la lejanía. La mujer llevaba algo en la mano que podría ser perfectamente una foto.
Soph quiso imaginar que era una imagen de ellos hace unos treinta años, en la misma posición de ahora: abrazados, puede que en su luna de miel y, posiblemente tomada en el mismo lugar en el que se encontraban ahora. Frente a Notre Dame.
Sonrió. La mitad de su media sonrisa de luna era Marc. La otra, Oliver.
Sacudió la cabeza. Tenía que decidirse.

martes, 5 de marzo de 2013

4. Ganas de huir.

No paraba de repetirse que se lo había prometido. No podía permitirse traicionarla de nuevo. No podía tropezar o ya ni siquiera quien le había dado la vida estaría dispuesta a levantarla. Y sola...


En aquella mesa se disponía la mayor parte de su familia materna con la que tampoco se llevaba muy bien. Los comensales, ordenados más o menos por edad, dejaban a la joven en uno de los dos lados cortos de la mesa.

Por suerte. Al lado de los más pequeños se sentía segura, a salvo. Envidiaba su inocencia, la pureza de su piel. El tacto suave de sus juegos, la sinceridad de sus sonrisas. Los pequeños eran: vida, aun sin haberla saboreado todavía. Sus extremidades, constituidas de roble, sólo temblaban si era Cenicienta quien lloraba tras la pantalla o Rayo el que no se sabía capaz de vencer. Nada sabían de estigmas y derrotas. Pero, y lo más importante, nada querían saber.
Les damos dibujos en blanco y negro para que aprendan a colorear el mundo. Ni siquiera se imaginan cómo un boli puede tornar en tu contra. Les enseñamos a sumar, sin deternernos a explicar que 1+1 no siempre son 2. No les gusta restar. Lástima que sea lo único vayan a hacer cuando se multipliquen los años.
En la boca de Sophie se mezclaban la felicidad que aquellos críos irradiaban y las ganas de gritarles que crecer era un error con el casero sabor de la comida que, cariñosa, su abuela había trabajado para todos durante horas.


-Bueno, Sophie, ¿y qué es de aquel chaval con el que salías? Parecía un buen chico y me gustaban sus pecas y eso.


De repente el tenedor cayó al suelo.

"Pecas".

El tiempo se detuvo, al igual que los latidos de Sophie. Su tez palideció y se creyó desfallecer.

Marc no tenía pecas.


-


Salió a la calle para despejarse. Se había prometido no pensarlo demasiado, pero el vacío de sí mismo le volvía a llamar como hace apenas tres años.
Ignorando su propia promesa comenzó a vagar por las calles, sin rumbo, cegado por los recuerdos.
Su pecosa nariz se arrugaba de vez en cuando con el esfuerzo de recordar todo lo posible sobre "ella", pero a los pocos segundos se odiaba por martirizarse de esa forma.
Claro que la echaba de menos. Y qué guapa estaba.

En realidad, el joven se había mudado hacía un año a otra ciudad no muy lejana de Bourdon y podía haberse acercado algún día a su lugar natal, pero necesitaba tiempo.

Se interrogó. Esa misma mañana acababa de demostrar cuán sencillo resulta tirar el tiempo, como un enfermo que vuelve a moquear tras desintoxicarse.

Pero Bourdon no era muy grande. Bourdon no era más que una celda de la inmensa cárcel en la que unos cuantos estaban convirtiendo el mundo. Tendría que acostumbrarse a verla. A verles.


Sin darse cuenta, sus pies le habían conducido al centro del pueblecito, donde, en realidad, había pensado verse más tarde con ciertos viejos amigos. El "viejos", rebotó en su cabeza. Ojalá no estuviese ella.

¿Cuánto tiempo necesita uno para desconocerse?


-



“Souvent,
pour s’amuser, les hommes d’équipage


Prennent des
albatros, vastes oiseaux des mers


Qui suivent,
indolents compagnons de voyage,


Le navire
glissant sur les gouffres amers.”



“Sur les gouffres amers...”.

Baudelaire hacía eco en su cráneo como un carnívoro cuchillo de ala dulce y homicida lo hizo en su día en la cabeza de Miguel.

Entonces se decidió. 
Es imposible describir el momento exacto. Quizá fue cuando aquel bebé inció su llanto, quizá al mirar alrededor y no ser capaz de reconocer ninguno de los rostros que la habían visto crecer. Quizá fue el mordisco de una de las mariposas de su estómago o la implosión del nudo de su garganta. O, quizá, fue simplemente el reconfortante miedo que la invadió al despedirse. Al alejarse. Al irse.
Sí.
Se iría.
Si en ella quedaba fe, ya sólo podía ser en la distancia; el tiempo aún lo estaba sangrando.

domingo, 3 de febrero de 2013

3. ¿Oliver?


Aquellos días. El tiempo parecía pasar temeroso por Bourdon aquellos días... El sol no brillaba. Nadie quería ocuparse de encender las estrellas. Sólo la niebla, apoderada del pueblo, se sentía conforme con el macabro ambiente que se inhalaba.
Los sentimientos se habían resguardado del frío en el rincón que Pandora liberó al dejarlos huir. Se habían convertido en autómatas de mirada firme y sonrisa opaca. No había carcajadas ni lágrimas que penetrasen en el eco que el infernal susurro monótono de las voces de los habitantes mantenía. Como un constante lunes: todos existían sin ganas.
Los poetas escondían sus versos, decantándose por abandonar el boli que no tenía fuerzas ya para decir nada. La ilusión se había evaporado con el humo de los cigarros de los trabajadores, que, completamente agobiados, salían a fumarse un cáncer de pulmón.
Nadie se daba cuenta de que la magia estaba desapareciendo. Nadie volteó su mirada hacia la torre para verla escaparse de aquel tormento alejándose de la sequedad y la realidad del pueblo.
Nadie, excepto Sophie. 

-

Atosigada por el angustioso paso de las horas allí, pensó en Marc. Necesitaba verle, tenerle. Estar con él.
Bueno, no. En realidad no. Simplemente requería sentirse protegida de su propia desesperación. Quería abrazarle, saborear la comprensión en sus labios. Si ellos respirasen en su cuello, quizá conseguiría no temer a la velocidad de sus propios latidos.
Con ese deseo en la cabeza vagó por las calles. Sin rumbo, sin porqué. Estaba débil. Tal vez quiso inconscientemente que el huracanado viento acabara con ella y la llevara. Lejos. Donde los rostros resultasen absolutamente desconocidos y las miradas no susurrasen futuras pesadillas. Allá donde nadie quisiera conocerla, ofreciéndola por fin la oportunidad de hacerlo ella misma. Buscó su mechero y se encendió un cigarro con los ojitos empañados.
-¡Ey, Soph!- escuchó al otro lado de la acera.
Pasó de largo, no estaba para nadie. Y menos para. Habría reconocido aquella voz en cualquier sitio.
La voz insistió.
-Tía, que sé que me has visto. Saluda al menos, ¿no?

-
Se habían perdonado.
Sí, pero no.
Se sentía completamente culpable. Necesitaba volver a decirla que lo sentía, si es que eso servía de algo. Le estaba dando demasiadas vueltas.
Algo malo estaba pasando, aunque no fuese capaz de discenir el qué. Estaban distantes. Quizá Sophie no era la única que se sentía impotente al dejar escapar, cómo si fuese agua, la magia.
Marc también tenía un mal presentimiento. A alguien le iban a romper el corazón. Su cabeza no podía parar de dar vueltas.
Se sacó el termómetro.
40 grados.

-

Llevaba demasiado tiempo sin ver a Oliver. Se sentía culpable de no saludarle después de todo y se acercó.
No había cambiado en absoluto. Al menos no tanto como parecía haber cambiado ella.
Moreno y ojos café, el típico chico cálido y agradable. Le gustaba que la gente se sintiese cómoda con él.
Pero con aquella rubia...
Entre ellos la historia había sido siempre complicada.
-Ay, lo siento, Oliver, iba a lo mío y ni te había visto.
Mentía. 
Agachaba la cabeza en un intento de que el joven no la viese los ojos.
-No te excuses, no importa. ¿Todo bien Soph? No tienes buena cara...
-¡Que no me llames Soph! -rompió- y quita, estoy bien.-añadió apartándole rápido la mano que intentaba retirarla el pelo.
El joven quedó enmudecido por el brusco movimiento de la chica que le quitaba el sueño.
-Y-y-yo... P-perdón.

De repente... "Mierda"- pensó la chica.
Salió corriendo dejando al chico con la palabra en la boca.
La comida familiar.

-

Oliver quedó pasmado de su reacción, pero más le jodió no saber interpretarla. No podía ser tan profundo el abismo que se había abierto entre ellos. Antes se conocían, confiaban. Antes...
Tampoco pedía tanto, sólo una explicación. Puede que un adiós.
"¿Por qué será tan ella?", se dijo. Las chicas como Sophie nunca dan explicaciones.

-

No podía parar de correr. No podía. Las cosas en casa no estaban como para traicionar el único favor que su madre le había pedido en toda la semana. 13:49. Prometió estar en casa de su abuela a las dos.
“De puta madre”, pensó para sí.
Sus pensamientos se aceleraron vertiginosamente, como si todos sus recuerdos se peleasen por un hueco en su mente. "¿Por qué?". Joder.

martes, 15 de enero de 2013

2. La torre.


Francia escondía egoísta sus estrellas dejando en la oscuridad nocturna del pueblo, únicamente amparada por algunas farolas, a dos jóvenes que se aproximaban poco a poco, precavidos. De lejos, muy a lo lejos, se podía distinguir una majestuosa torre que rozaba el horizonte acariciándole a éste, ya que Bourdon no sería París, pero tenía su magia.

En uno de los rostros, el rímmel difuminado desleía la mirada dulce de una chica joven. Éste no era más que la firma de unas lágrimas que previamente habían empeñado sus preciosos ojos, que brillaban más que nunca. Sería la Luna.
Las que habían rozado su mejilla hace pocos minutos quisieron que la palidez de la clara tez de la joven tomase cierto tono grisáceo, al igual que su esperanza.
Pero ahora, él estaba ahí, frente a ella, y. Qué de preguntas la hubiesen salido, pero con la mirada pareció formularlas todas.

-

Tenía delante de sí lo que más quería en el mundo mirándole con cara de "me debes una excusa".
-Yo-yo, es que- tartamudeó- se me ha pasado un poco la hora.
La joven no parecía satisfecha con esa respuesta, pues frunjió un poco el ceño y puso una mueca de desacuerdo.
Él sonrió para sí mismo. Qué bonita se ponía.
-Estaba pensando alguna excusa, pero...

No sabía qué decir, estaba claro que no había excusa posible.

-... que qué guapa estás cuando te enfadas.
Y sonrió. De esas sonrisas que podían con ella. Y él lo sabía.
El chico la levanto del suelo hábilmente y se quedaron así años, mirándose, sin pestañear. Tanto tiempo estuvieron que ella pareció perdonarle devolviéndole la sonrisa. Esa sonrisa que podía con él. Y ella lo sabía.
Ay, los excesos. Qué mal iban.

-

Cuando él iba a aproximarse para besarla, sin entender por qué, la chica se retiró.
"Tengo que hacerme de rogar"- pensó "no puedo acostumbrarme a esto. No puedo acostumbrarme a él. Yo no soy así."
Dio un paso para atrás y, sin explicación alguna, echó a andar.
No necesitó girar su mirada para ser consciente de que "él" la seguía y de que el muchacho no se encontraba ahora en situación de pedir razones. Así que no paró. En el fondo, no sabía muy bien adónde quería dirigirse, pero sus pies sí. Y no se dio cuenta hasta que alzó la vista.
La torre. Quería subirle a la torre.
Apenas llevaba dos minutos andados cuando sintió unas manos aferradas a su cintura, como si fuese la vida. No le retiró, pero tampoco frenó su paso. Un escalofrío recorrió su espalda cuando pudo sentir el aliento del chico en su cuello.
Quiso parar el tiempo, aun sin parar de andar. Pensó en que ojalá su destino se hallase más lejos de lo que parecía. Podría haber estado andando así toda una vida.

Cuando quisieron darse cuenta, la atalaya ya se erguía valiente ante ellos. Sophie no supo si alegrarse o entristecer.
Ahora fue él quien le tomó la mano, guiándole hacia arriba.

-

Cogió la mano a la chica sintiendo una punzada por dentro al sentir que sus dedos no se aferraban muy fuertemente a él.
Sin embargo, ella se dejaba hacer.
Subiendo el caracol de escaleras iba pensando en si esta vez se habría pasado. En si ya no habría vuelta atrás.
Cuanto más subían, más hundía su propia cabeza en su pecho. Y más daño se hacía. Y no físicamente. Poco a poco, se podía leer un "adiós" en sus ojos, cuyas pupilas dilatadas por la falta de luz, empezaban a perder su brillo.

-

"A lo mejor me estoy pasando con la escenita" se dijo.
Pero.
Al momento, todo el dolor de hacía unos momentos en su portal, la golpeó con fuerza la cara. Paralizándola.
Aunque sus pies seguían empujados por aquella mano.
Y seguía subiendo, absorta en sí.
Y luego le miraba a él y parecía igual.

-

Una vez arriba, el joven la abrió la trampilla hacia una especie de azotea del edificio. Allí estaba, y no por fortuna, aquel banco indescriptiblemente blanco que un día subieron ellos.
Ambos suspiraron tan en silencio que el otro no se percató de ello. Sincronizados bajaron la mano que les unía y se giraron, quedándose cada uno, perdido en la mirada del de en frente.

-

Las cinco de la mañana marcaba el reloj del pequeño pueblo cuando el móvil de la joven interrumpió el sueño de ambos.
Un poco mareada, la muchacha intentaba explicarle a su madre que se encontraba bien y que había dormido en casa de una amiga, aunque no sonase muy convincente.
Poco a poco empezaba a recordar con detalle la noche anterior. Alcohol, tabaco, lágrimas, él, una discusión y un beso en el torreón para hacer las paces. Vaya noche.

-

Él, desvelado por la oportuna llamada se levantó del banco y estirándose y bostezando trataba de forzar la memoria y recordar qué había hecho esa noche.
¿Qué podía haber dormido? ¿Tres horas?
Le dolían los ojos y la cabeza a la vez que su estómago hacía un nudo de sí mismo y apretaba.
Pero el dolor físico se calmó al recordar cómo aquellos ojitos marrones le habían perdonado anoche.
Se giró y la analizó a fondo. Antes no iba en condiciones de hacerlo.
La preciosa joven lucía un abrigo corto azul y unos pantalones de un tono más claro. Sonreía a ratos cuando se juntaban sus miradas.

-

-... sí, mamá, estaré allí para la comida familiar sin falta. Venga... Adiós.

La voz entrecortada de la muchacha parecía decir que su estómago no estaba en condiciones de mucha comida familiar, pero.

Por fin colgó la llamada. Nada más guardar el móvil en uno de los diminutos bolsillos del vaquero, al alzar la vista, vio que lo tenía a escasos centímetros de él.
Y volvieron a hacerlo, lo de hablar con miradas.
Los ojos de la joven mostraban cierto enfado, pero sonrió al ver que los del chico parecían gritar los "lo siento".
Se acercó y le besó el cuello.
Podía sentir en la mano izquierda que yacía apoyada en el pecho del joven, una respiración que aceleraba a cada milímetro que recorrían los labios de la chica.
Hasta llegar a.

-

Para cuando el reloj empezó a dar las doce campanadas del medio día, ambos estaban bajando las escaleras de aquel lugar tan mágico. Quizá más de lo que ellos imaginaban.

1. Excesos.

El tiempo ya no quería pasar en Bourdon.

El reloj de la plaza central del pueblo daba la medianoche mientras una joven, bajita y morena fijaba toda su atención en la pantalla de su móvil. Sophie seguía tirada en el portal de su edificio, alumbrada tenuemente por la luz de algún coche que pasaba en la lejanía o alguna parpadeante farola, esperando a que viniese Marc. Éste, sin embargo, parecía haberse olvidado de ella. Tic, tac. Suspiró un poco y marcó un móvil en su teléfono mientras le daba un trago a la botella que llevaba al lado.
- ¿Otra vez?- susurró en un intento de exteriorizarlo todo.

-

No sabía ni qué hora era.

Un joven alto y delgado forzaba sus claros ojos en vano intento de encontrar su móvil por los bolsillos de sus desgastados vaqueros en la oscuridad del Parque Norte.
- Mierda, ¿lo he perdido otra vez?- se reprobó en alto.
Ya con angustia, se giró y preguntó en un grito si alguien lo había visto, pero nadie lo recordaba. De pronto, sintió algo sonar en su chaqueta. Al principio no estaba muy seguro y el mareo le impedía procesar la información adecuadamente, pero justo antes de que dejase de sonar el alegre tono, dio un brinco."Ah, claro, lo había guardado ahí", pensó. "Joder...". El reloj marcaba ya las doce y cuarto y ni si quiera la había llamado. Sabía que le había prometido estar ahí a en punto. No respondió a la llamada pero empezó a correr hacia el otro lado del pueblo.

Era demasiado tarde para arrepentirse de los vicios, pero los grados de aquella copa aún le ardían en el pecho y emborronaban en exceso las sombras que le rodeaban. "Ay, los excesos...".
A pesar de no tener muy claro si la dirección que seguía era la correcta, no paró. Se movía por instinto. No podía. Tenía que verla. Tenía que...

 -

 "Dios, qué frío. Y verás la excusa. Será la peor en mucho tiempo. Siempre igual. Si al menos mirase el móvil...". La velocidad de sus propios pensamientos acabaron por aturdirla y una lágrima se precipitó por el pálido rostro de Sophie. Al menos, reaccionó. "No, no, no. No exageres Sophie... maldito alcohol". Y media pasadas. No podía creerlo. La cifra que marcaba la iluminada pantalla se acercaba demasiado a menos veinte. "Lo has vuelto a hacer, ¿eh?".
De todas formas, la joven tampoco se sorprendió pero todo lo que le recorría las venas comenzó a transformarse en odio. No odio hacia el joven, no. Odio hacia sus propios sentimientos. 
Incómoda por la poca movilidad que el gélido aire había dejado en sus manos, encendió un cigarro y se fue. "¿Qué mejor para apagar un fuego que encender otro?".


Empezaban ya dolerle las piernas cuando pudo reconocer el columpio donde acarició su pálida tez por primera vez, así que aligeró el paso. Ya estaba tan cerca. Bourdon tampoco era tan grande. 
Esquivó de forma sorprendentemente ágil alguna que otra farola y el perfil de los transeúntes a veces le rozaba la chaqueta. Apenas distinguía sus caras, sombreadas o iluminadas, dependiendo de la luz, aunque posiblemente fueran todos conocidos. Al fin y al cabo, Bourdon tampoco era tan grande.

-

Sería el frío, la niebla, la noche o quién sabe si todo a la vez, pero creyó reconocer su figura a lo lejos. Alguien se dirigía con torpeza hacia su portal, tambaleándose y maldiciendo en voz lo suficientemente alta para que se oyese desde donde Sophie fumaba. Al no encontrar lo que buscaba, el joven se había quedado apoyado en la pared con la cabeza baja, como quien quiere comerse el suelo o que éste se le coma a él. Sophie no pudo reprimir una suave sonrisa. Ya podía tener una buena excusa...

-

Tropezó con un par de piedras y bordillos antes de llegar a la calle de la casa de Sophie. Marc dirigió toda su atención aquél portal que tan bien conocía. Una vez perdida la esperanza de que la joven le siguiese esperando, se le revolvió súbitamente el estómago. El pánico, el alcohol y el frío complementaban perfectamente en su cabeza y sintió una arcada por alguna de las tres.
De repente, volvió a la realidad. "Mierda". No había nadie en el portal así que posiblemente estaría enfadada. Dirigió todo su esfuerzo a tratar de reconocer las posiciones de las manillas del reloj de la Plaza Central, que marcaba casi la una de la mañana. "Demasiado tarde, ¿eh?...". Bajó la cabeza y se quedó así unos minutos hasta que las piernas le empezaron a fallar y decidió sentarse en un peldaño de la entrada al portal. Sería la noche cerrada, la botella que se había metido hace menos de media hora o las ganas de verla, pero creyó vislumbrar una tenue silueta sombreada que se parecía muchísimo a Sophie... hasta que dejó de ser una sombra a la luz de la farola.
Esbozó una sonrisa con las fuerzas que le quedaban, pero ya podía empezar a pensar una buena excusa para llegar una hora tarde.